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Desde que encontré de pura casualidad un reportaje sobre el Cañón del Colca (Perú) en una revista de viajes, hace unos tres años, me obsesioné con ese destino. ¿Un cañón que alcanza los 3.600 metros, el doble de profundidad que el célebre Gran Cañón del Colorado? ¿Y cómo se explica que el Colca sea tan poco conocido? La experiencia me dice que no siempre los lugares con más publicidad son los mejores, nunca olvidaré mi decepción en las Cataratas del Niágara (EE.UU.).
Al igual que el resto de viajeros apasionados, cuando tengo un destino en mente pueden pasar semanas, meses o años, pero tengo la seguridad de que acabaré yendo. Y sí, en esta ocasión, tampoco hice una excepción y me planifiqué para llegar al abismo más profundo.
Partimos de la hermosa ciudad de Arequipa, que se asienta en la base del imponente Volcán Misti (5.822 metros). Su estampa puntiaguda y nevada le da cierto aire inexpugnable, pero las ascensiones son habituales y son muchos los viajeros que se atreven a coronar su cráter. Quizás en otra ocasión; ese día iba a cumplir mi ilusión de disfrutar el Cañón del Colca y solo 200 kms me separaban de esta nueva aventura.
La primera parada fue en el llamado Mirador de la Cruz del Cóndor. Por suerte fuimos los primeros en llegar y pudimos disfrutar de este lugar con más tranquilidad. Al asomarme al desfiladero del cañón por primera vez, tuve la misma sensación que cuando llegué a Machu Picchu (mi anterior destino antes de bajar hacia Arequipa): no importa la cantidad de fotos y vídeos que hayas visto sobre un lugar así, cuando la realidad tiene esta fuerza, te sientes sobrepasado y agradecido por presenciar algo de tal magnitud.
Y sí, como el nombre del mirador indica, vimos cóndores. Podría ponerle salsa y literatura acerca de lo afortunados que fuimos, pero no es algo raro. Las pronunciadas paredes del cañón son el lugar perfecto para la anidación y desarrollo del ave voladora más grande del mundo.
Después de ver el fondo del cañón, desde arriba te preguntas cómo diablos vamos a llegar caminando hasta allá. Pero los indígenas de la zona abrieron caminos hace siglos, rutas en zigzag para superar desniveles de hasta 3.000 metros. Dicho de otra forma: la ruta es suave, pero la distancia a recorrer es notable. Ir descendiendo por esa ladera y sentirse más y más adentro hasta hacerse diminuto, hace que el tiempo vuele. Pasan 3 horas antes de llegar a un punto que da una referencia inequívoca: el río. Estamos en la parte más honda, y el cuello no me alcanza para mirar el fin de los muros de piedra que nos rodean.
Nuestro guía nos encamina hacia un pequeño pueblito llamado San Juan de Chuccho, donde pasaremos la noche. Nos comenta que hace pocos años el pueblo vivió un hecho que supuso toda una revolución: la llegada de la electricidad. Y no me extraña nada este aislamiento, ya que la única forma de acceder o salir de estos pueblos en las profundidades el cañón es a pie o a mula. De hecho, nos cruzamos con un grupo de hombres que cargaban postes de electricidad… ¡en sus hombros! ¿Se imaginan el esfuerzo humano que supuso esa línea eléctrica?
Vivir en ese gran hoyo tiene sus incomodidades. Para ir a la escuela, muchos niños deben subir esa cuesta gigantesca, ¡todos los días! Realmente me siento muy lejos de casa, estoy descubriendo una forma de vida tan distinta a la mía.
Al día siguiente nos levantamos con las piernas perezosas, pero con la moral alta. Hoy es el día más suave de los tres. Proseguimos y nos encontramos con diversas montañitas de piedras con cruces. Nos cuentan que son puntos de veneración a los apus (espíritus de las montañas) y también a Cristo. Es sorprendente el mestizaje cultural que hay en Perú. Pasamos también por el pueblo de Cosñirhua y su iglesia tan humilde como bella.
Hacia mediodía, tras cruzar quebradas y puentes levadizos llegamos al Oasis Sangalle, con cabañas e incluso piscinas. Es momento de relajarse y brindar con una cervecita por la experiencia, que está incluso superando las expectativas, que ya eran muy altas.
Toda la tarde recuperamos fuerzas, pero sabíamos que a primera hora de la mañana (5:00 am) nos esperaba todo un reto. Teníamos que salir del abismo, lo que implica inevitablemente hacer una subida más que respetable hasta alcanzar un pueblo de nombre curioso: Cabanaconde. Para mis adentros me preguntaba si la chica rubia y delgada de mi grupo, enrojecida por el sol y con un calzado que no era el adecuado, iba a ser capaz de conseguir completar la ascensión.
Empezamos a subir, y subimos, y subimos más. Me fui quedando rezagado, ya que siempre prefiero ir a mi ritmo. Y de repente… ¡se acabó! Ahí estaba en lo más alto de nuevo, en la superficie otra vez. ¡Solo a quien le guste la montaña entenderá cómo me sentía! Por cierto, la rubia danesa hizo cima como 10 minutos antes que yo, recordándome que las cosas no siempre son lo que parecen y la resistencia, igual como lo demuestran todos estos pueblos del Colca, está en el espíritu y no en las piernas.
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